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10 de agosto de 2011

La separación, la diferencia y la cercanía; el contraste de una región, el de un pueblo y su historia. III



Relato de viaje. El País de Yebala, parte III y última:

Arcila es una muy pequeña población costera atlántica marroquí, con un gran y decadente Palacio jerifal de principios del siglo XX. Su zoco es un mercado muy animado y sugerente, más aseado y comercial que otros. Pero, son sus playas lo que admiran ahora más mis ojos: enormes, tranquilas, arenosas, azules y blancas. Cuando regresamos a Tánger, el Ramadán de ese día aún no ha terminado. Desde las 4:30 de la madrugada hasta las 19:30 de la tarde, estos enardecidos creyentes musulmanes no pueden comer, ni beber, ni fumar, ni amar. Nada. Sólo vivir como si su Dios no les obligara a cosa alguna. No pueden tomar, ni siquiera, lo que para los cristianos es a veces bendecido: el agua. Es admirable cómo pueden resistir con la temperatura tan elevada y desesperante de sus jornadas. Incluso, por la mañana temprano, se ven algunos hombres, y alguna mujer -pocas éstas-, durmiendo en los jardines, en las plazas y en las calles de la ciudad de Tánger. Al menos así, supongo, podrán sobrellevar mejor tan implacable ayuno.

Al llegar a Tánger el destartalado mercedes de Abdul se enfrenta ahora, a escasas dos horas del final de la jornada del Ramadán, a un tráfico exasperante y enloquecedor, como los ánimos y las ansias de sus habitantes por reencontrarse, pronto, con el desenfreno y el desayuno. El atardecer y la noche es una fiesta, una alegría, porque viven ahora todo de golpe, todo lo que antes no podían. El bullicio y la sonrisa deambulan por las terrazas de los bares y las cafeterías. Éstas se llenan para alimentar a tantos y tantos estómagos sacrificados, apenas minutos antes, por un Dios atormentador, inflexible, patriarcal, universal, entrometido, implacable, justificador, recurrente, permanente, temido e invisible.

Amanece demasiado pronto en Tánger. La madrugada nos sorprende, además, con el potente canto del muecín. Este es atronador, insensible, desconsiderado e insomne. Casi una hora dura para recordar a los suyos que deben orar y orar y orar a su único Dios, a su único sentido vital. Amanece demasiado pronto. Con sus dos horas de adelanto el sol, hiriente, elevado y majestuoso, iluminará ya toda la ciudad con una luminosidad demasiado cegadora y poderosa. Pero, para ellos, tan sólo habrán pasado si acaso pocos minutos desde las seis de su madrugada en parte iluminada. Una mañana que volverá a ser, en este mes sagrado del Ramadán, como ayer y como mañana: desesperante, impaciente y atormentadora, pero fiel, absolutamente fiel, sagrada y respetable.

FIN

(Imagen acrílico sobre tela, Artesanía marroquí, www.artquid.com; Fotografía de una calle tangerina vacía por la mañana temprano; Fotografía del Palacio jerifal, Arcila, costa atlántica marroquí; Imagen fotográfica del puerto de Tánger; Fotografía de la ciudad de Tánger al amanecer; Fotografía de un minarete musulmán en Tánger, desde donde sitúan altavoces para hacer la llamada del almuédano; Fotografías de calles de la medina de Tánger, mañana de Ramadán; Fotografía distanciada de la ciudad de Tánger; Imagen del gran catamarán, que realiza el trayecto Tarifa-Tánger, llegando al puerto tangerino; Fotografía del estrecho de Gibraltar, con la silueta de España al fondo, 2011)

1 de mayo de 2011

El encuadre diferente, la emoción frente al detalle o el manido pero genial paisaje.



Uno de los primeros creadores que pintaron paisajes como el motivo principal de la obra, no como un escenario secundario, lo fue el renacentista holandés Pieter Brueghel (1525-1569), conocido como el viejo por haber sido el padre de dos artistas flamencos, Pieter y Jan. Sería ya en tan temprana época el paisaje un genial ardid para mostrar, con sutilezas, otras cuestiones delicadas de enseñar en pleno siglo XVI. En su obra La urraca sobre la horca del año 1568, también conocida como Danza de campesinos junto a la horca, el creador flamenco pintaría un escenario grandioso, profundo, de lejanía inspiradora, casi sagrada, mostrando así con todo ello un cierto sosiego algo trascendente... Pero pintaría una horca ahora muy centrada y solitaria, con una pequeña urraca misteriosa además posada en su travesaño principal. En el cuadrante inferior izquierdo de la obra situaría algunos personajes que danzan, irreverentes, junto al atribulado patíbulo desolado. La triste urraca, indiferente ahora a lo que los hombres hacen, observará displicente a unos seres demasiado inconscientes que se alegrarán de no haber sido ellos los ajusticiados, de que, ahora, sean de otros los restos que ellos pisan contentos. Más alejado hacia la izquierda -justo en la esquina inferior izquierda- se ve a un hombre agachado haciendo sus necesidades en la tierra, un claro simbolismo obsceno que afrentaría aquí el suelo que acogerá las almas desconsoladas de los condenados.

Pero el paisaje de Brueghel, siendo tan hermoso en su profundidad, es ofuscado ahora aquí por el ofensivo alarde de una desagradable horca, por el símbolo mortífero de la urraca desatenta, y por los gestos desconsiderados de sus alegres personajes indecentes. Sin embargo, sería un artista nacido en pleno estilo barroco -tendencia poco paisajista- el que, realmente, iniciara el paisaje como un objeto creativo en sí mismo, no como escenario argumental. Claudio de Lorena (1600-1682) fue incluso muy clasicista para su época. Nacido en Francia, pronto marcharía a Italia para inspirarse en los antiguos pintores manieristas, unos pintores que aún harían obras con encuadres espectaculares o con entornos naturales por entonces demasiado tardíos. Morirá Claudio de Lorena en Roma, donde sus creaciones influyeron en los paisajistas ingleses de finales del siglo XVIII y principios del XIX, pintores que viajaron a Italia para ilustrarse en el mismo lugar donde surgiera el Arte. Llegaría a ser tan grande su fama, fue él tan original, sus obras eran tan impactantes y bellas, que sería muy copiado en su época. Así que, motivado por eso, el propio pintor Lorena crearía El Libro de la Verdad, un volumen donde recopilaría todas las obras compuestas por él. Aunque no se publicaría sino hasta casi un siglo después de su muerte, fue todo un gesto audaz contra los falsificadores muy moderno para entonces.

Pero luego, en el siglo de la Ilustración y el Rococó, hubo otro pintor francés, muy paisajista, que mostraría así la continuidad entre Lorena y los paisajistas posteriores, Joseph Vernet (1714-1789). Su luz, poderosa, concentrada y dispersa en el encuadre de un horizonte grandioso -tendencia iniciada por Lorena-, le llevaría a realizar impresionantes marinas, unos paisajes donde el atardecer, el prodigioso cielo y los barcos con su arboladura, formarían parte de su característica iconografía conocida. Tal habilidad adquirió el pintor en esos paisajes, que hasta el propio rey francés Luis XV le encargaría, en el año 1753, que pintase dieciséis puertos de Francia. Otro gran paisajista -además de otras maravillosas, románticas y precursoras tendencias- lo fue el gran pintor inglés Joseph Williams Turner (1775-1851). Pintaría en el año 1815 La construcción de Cartago por Dido, una obra genial donde las trazas de su Romanticismo se aprovecharían del gran paisajista que fuera Turner. En esta obra suya hay un cierto paralelismo con la de Claudio de Lorena: una exaltación de la Antigüedad, de sus ruinas, de la luz poderosa del atardecer, del encuadre diseñado siguiendo las medidas áureas, del color reflejado ahora en sus aguas, colores de olas que, tranquilas y lejanas, llegarán serenas y amarillentas hasta el propio espectador. Cuando Turner decidiera donar este cuadro al museo londinense de la National Gallery lo hizo con una condición: que su obra estuviese justo al lado de la de Claudio de Lorena, Embarque de la reina de Saba. No supo mejor modo que ese para homenajear así a su admirado colega barroco.

Pero el pintor más paisajista por excelencia lo sería el británico John Constable. Nacido en la granja de su padre junto al molino de Flatford, en Suffolk, Inglaterra, desde su infancia aprendería a amar su maravilloso entorno natural, los colores de su cielo, o las fuertes y sosegadas tardes de su coloreada campiña inglesa. Fue un creador -como sólo los grandes lo son- capaz de innovar, de obtener tanto las obras que el público apreciaba como las que él deseaba hacer. De ese modo, crearía extraordinarias imágenes con trazos ahora diferentes, con colores sorprendentes, representando lugares y cosas de una forma por entonces bastante adelantada. Señalando así ya una característica muy esencial para el Arte posterior: la emoción frente al detalle... Pero sería el pintor más conocido aún, sin embargo, por los paisajes naturales y comunes, donde combinaría la perfección del escenario natural con las tranquilas costumbres campesinas de sus habitantes. Aunque también consiguió Constable hacer otras cosas, igualmente geniales y perfectas. Ahora, por ejemplo, sería ya otro el punto de vista, otras las visiones que de las mismas cosas él tuviera... Como cuando pintase la Catedral de Salisbury. La pintaría varias veces, desde ligeros y diferentes puntos de vista, aunque muy poco perceptibles en sus obras.

Hay que fijarse bien para observar que las tres composiciones del mismo paisaje -tal vez hiciera más- que realizara para su amigo el obispo de Salisbury -que se sitúa en los lienzos señalando al campanario de la catedral-, son ahora diferentes todas y cada una de ellas. En la primera, que realiza en el año 1823, parece el pintor querer desear celebrar el estilo en que fuera construida la catedral -el gótico- pues encorva los árboles que enmarcan el campanario como si fuesen un grandioso arco ojival apuntado hacia el cielo. En las otras dos que pinta posteriormente no utilizará ya ese recurso. Ahora pretende dejar el campanario de la catedral despejado, apuntado hacia el infinito cielo. Quizá a su prelado amigo no acabara de gustarle aquel atrevido recurso subjetivo de antes. Debe ser otoño la estación retratada en la obra del año 1825 ya que ciertas ramas que antes -en el otro lienzo- aparecían florecidas se muestran ahora desnudas en uno de los pequeños e inclinados árboles. Por último, en el año 1826, realiza otra creación del mismo escenario pero, ahora, el punto de vista es aquí levemente otro. En este otro cuadro, no en el anterior, parece ahora -en su nueva perspectiva- que tocan aquí algunas de las ramas del árbol el perfil rectilíneo de la torre del campanario; una torre que, majestuosa, dominará orgullosa todo ese sugestivo, bucólico, grandioso y romántico paisaje.

(Cuadro del pintor John Constable, Barcazas en Flatford, 1810; Óleo La catedral de Salisbury, 1823, John Constable, Museo Victoria y Alberto, Londres; Cuadro Catedral de Salisbury, 1825, John Constable, Metropolitam de Nueva York; Cuadro Catedral de Salisbury, 1826, John Constable, Frick Collection, Nueva York; Óleo de John Constable, Tormenta en la costa de Brighton, 1827; Óleo de John Constable, Stonehenge, 1836; Cuadro El caballo blanco, de John Constable, 1819; Óleo La urraca sobre la horca, 1568, Pieter Brueghel el viejo, Museo Darmstadt, Frankfurt, Alemania; Cuadro Embarque de la reina de Saba, 1648, del pintor clasicista Claudio de Lorena, National Gallery, Londres; Óleo Puesta de Sol en el mar, 1760?, Joseph Vernet; Óleo La construcción de Cartago por Dido, 1815, Turner, National Gallery, Londres.)

7 de enero de 2011

La mente reflejada en un lienzo, el encuadre perfecto o el primer fotógrafo del Arte.



La aristocracia inglesa tiene entre sus altos honores la conocida Orden de la Jarretera, implantada en el año 1348 en Inglaterra por el rey Eduardo III. Una leyenda cuenta que una vez en palacio el rey bailaba con su suegra, la condesa de Salisbury, mientras tuvo la mala suerte ésta de perder una liga azul de su vestido, una prenda femenina que caería entonces al suelo ante la posible mirada intrigante y curiosa de todos. El rey, muy decidido, la recogería del suelo y se la colocaría él a sí mismo, diciendo así, irónicamente: deshonrado sea quién piense mal... Afirmaría después que haría de la jarretera -llamada así por ser la parte del cuerpo que lleva esta liga sujetada por una hebilla a la media- algo tan famoso que todos quisieran poseerla. Siglos más tarde un desconocido caballero inglés tuvo la fortuna de unirse en matrimonio con una importante, rica y poseedora además de tan deseosa orden inglesa, la única heredera del ducado de Somerset. Hugh Smithson (1714-1786) acabaría convirtiéndose así, gracias a su ilustre y noble esposa, en el primer duque de Northumberland -en su tercera creación a lo largo de la historia del ducado, antes había habido dos dinastías diferentes-. Y hasta llegaría Smithson a cambiarse su propio apellido, tan corriente, por el de su famosa esposa, Percy. Pero el duque consorte tendría una vez un hijo ilegítimo, James Smithson (1765-1829), alguien que sí volvería a utilizar aquel originario apellido, y que llegaría, con los años, a ser reconocido como famoso químico y mineralogista. A su muerte, decidió donar toda su fortuna a la recién creada nación norteamericana. Desde el año 1835 el gobierno estadounidense pudo disponer de toda aquella fortuna británica. Y con toda esa fortuna se crearía, en el año 1845, la famosa Institución Smithsoniana, una de las más importantes corporaciones museísticas y científicas del mundo.

Fue aquel afortunado duque Hugh Percy un mecenas de las Artes y las obras arquitectónicas. Contribuyó en el año 1740 a la construcción en Londres del puente de Westminster. Y patrocinaría además importantes pintores de la época. Uno de ellos lo fue el veneciano Canaletto (1697-1768). Este pintor italiano fue representante del llamado por entonces estilo Vedutismo, una tendencia pictórica paisajista y urbana con un marcado enfoque panorámico, casi precursora de lo que sería, un siglo después, la panorámica imagen fotográfica. En Venecia, Canaletto utilizaría la cámara oscura, un artilugio adaptado para obtener de la luz la mejor perspectiva conforme a una imagen panorámica proyectada. Sus matices, sus detalles y su original perspectiva le hicieron precursor de la imagen impresa en un lienzo... También, se anticiparía a crear en el exterior la obra de Arte, no en el interior de los estudios como era habitual entonces. Canaletto se marcha a Inglaterra en el año 1746, después de alcanzar una fama en Italia extraordinaria. Porque fue por entonces una guerra, la de Sucesión austríaca, lo que obligaría a los nobles ingleses a no poder visitar Italia.

Visitarla era una costumbre implantada por los nobles británicos para recorrer toda Europa, especialmente los países de mayor bagaje cultural y artístico, para adquirir así la formación cultural que su rango obligase. Esos viajes se denominaron el Grand Tour -precedente del turismo cultural-, y muchos artistas ingleses acabarían disfrutando de sus ventajas itinerantes en tiempos de paz. Canaletto se dedicó en ese tiempo de guerra en Inglaterra a pintar cuadros de encargo, y acabaría creando algunas excelentes obras de Arte panorámicas, unas creaciones de lo que mejor sabría él hacer, aunque en un estilo ahora menos grandioso que el de su etapa italiana. Pero, sin embargo, cuando regresa a Venecia en el año 1756 ya no pudo él siquiera conseguir entonces aquella técnica maravillosa que le habría encumbrado antes. No volvió a pintar igual y acabaría sus días repitiendo sus grandiosas obras de antes, como una copia imposible de lo que él una vez fuese. Curiosa metáfora para una personalidad artística tan fotográfica: que no pudiera más que duplicar -como un vil negativo fotográfico- su trabajo una y otra vez, perdiendo ahora luminosidad, grandeza y fuerza, además de todo aquel gran talento artístico, para siempre. Sin embargo, sus grandes obras maestras y panorámicas de antes, aquellas maravillosas pinturas dedicadas a su ciudad, aún brillan hoy en los museos y salones de todo el mundo. Con ello seguirá fascinando los ojos de todos los que ahora se asombren al mirarlas... Creyendo además estar asomados a una bella ventana intemporal, una panorámica ventana intemporal que de tan realista, fotográfica, grandiosa o impresionante, su propia imagen parezca ser ahora, así, la fiel reproducción fotográfica de esa misma imagen artística de antes...

(Cuadro de Canaletto, Londres visto a través de un arco del puente de Westminster, 1746; Retrato del primer duque de Northumberland, del pintor Joshua Reynolds, 1766; Retrato de James Smithson, 1786, autor desconocido, Galería Nacional de Retratos, Institución Smithsoniana; Óleo de Canaletto, Venecia, la Piazzetta mirando al sur; Óleo El río Támesis y Londres, 1748, Canaletto; Cuadro de Canaletto, La plaza de San Marcos, 1725; Cuadro de Canaletto, La plaza de San Marcos, 1734; El Gran Canal, Canaletto, 1738.)

13 de julio de 2010

Una estancia con vistas, una logia vaticana y dos pintores unidos...



El pintor romántico Joseph Mallord William Turner (1775-1851) viajaría a Italia en el año 1819 para encontrar las fuentes clásicas de la pintura. Y así, al visitar Roma, no pudo menos que honrar la memoria del famoso pintor del Renacimiento Rafael Sanzio, llamado también el Divino (1483-1520). Se cumplían entonces exactamente trescientos años de la muerte del gran Rafael, y Turner pintaría, en un agradecido homenaje, este grandioso óleo sobre lienzo de más de tres metros de largo por algo más de uno de alto que vemos ahora aquí. La maravillosa composición pictórica, tomada desde uno de los pórticos abiertos (logias) del Vaticano, nos presenta la vista de la enorme plaza vaticana y su columnata barroca, pero, además, nos permitirá observar la ciudad de Roma al fondo bajo un limpísimo y brillante cielo azul. Es una extraordinaria obra de Arte que combina la tendencia paisajista habitual de Turner, así como el pequeño homenaje al que fuera gran creador clásico del Arte renacentista. Los colores de la luz en la obra, los mismos con los que el pintor inglés realzará los interiores de la logia, aquí ahora más sombrío, los contrastará sin embargo con la belleza de la plaza porticada, ésta más luminosa, configurando así un gran alarde compositivo lleno de luces y sombras muy creativo y romántico.

Completará el pintor romántico ese color de la luz del lienzo con la silueta de la ciudad eterna, ahora más alejada y más atenuada en el lienzo gracias a la luz poderosa de un cielo lleno de esplendor luminoso. Llenando todo de una suave brumosidad prodigiosa y brillante que irá más allá aún del color vibrante del gradual y bello cielo azul de Roma. En este homenaje al gran pintor Rafael, Turner dibujaría al pintor renacentista junto a su amante -la Fornarina- y su famoso cuadro la Virgen de la silla (1513), obra artística de Rafael donde aparece la amante como una virginal modelo trascendida. La vista está tomada desde un soportal de la segunda planta del Palacio Vaticano, también llamado logia (galería sostenida por arcos y columnas pero abierta al exterior) de León X. Fue este Papa (del año 1513 hasta el año 1521) quien dispuso en esa logia de sus estancias personales. En primer plano se aprecian además parte de los detalles de la magnífica logia vaticana, como su estuco decorado o las bóvedas maravillosas, como el pavimento de sus losas dibujadas, o como la perspectiva tan hermosa de los pasillos embellecidos con su decoración clásica.

El ángulo desde donde se tomaría la visión para la obra, magistralmente elegido por el autor romántico inglés, nos presenta ahora un enorme cielo azul pero también celeste y blanco, algo que contrasta ahí suavemente las colinas y la ciudad empequeñecida del fondo con la plaza y los motivos artísticos del gran Rafael, añadidos por Turner en este cuadro. Turner es el pintor del paisaje romántico por excelencia. De lo que este creador romántico llevaría al más alto grado artístico en la pintura universal. Pero aquí, en Roma, no puede evitar él ahora, aunque fuese sesgadamente, recordar al divino Rafael, a aquel pintor renacentista que llegaría a la deseada Florencia artística donde trabajaban, nada menos, que el gran Miguel Angel y el insigne Leonardo. Pero que supo destacar también con su elegancia, perfección, belleza y equilibrio, las extraordinarias composiciones clásicas de un Renacimiento subyugador. Rafael fue llamado a Roma por el Papa Julio II (pontífice desde el año 1503 al año 1513) para decorar y pintar algunos frescos del Vaticano, aunque acabaría luego también por retratar al pontífice y a su propio sucesor León X. William Turner y Rafael, dos pintores que fueron citados por dos admiradores suyos, críticos o aficionados de sus Artes. El crítico inglés John Ruskin (1819-1900) diría de Turner: es el artista que más conmovedora y acertadamente ha medido el temperamento de la Naturaleza. El cardenal, poeta y erudito Pietro Bembo (1470-1547) escribiría del gran Rafael a su muerte (inscrito en su sarcófago): Aquí yace el famoso Rafael, del cual la Naturaleza temió ser conquistada mientras vivió, pero cuando murió creyó que murieron juntos...

(Óleo Roma desde el Vaticano, 1820, de William Turner, Tate Gallery, Londres; Óleo La Virgen de la Silla, 1513, de Rafael Sanzio, Galería Palatina Palazzo Pitti, Florencia; Óleo La Fornarina, 1519, Rafael Sanzio, Museo de Arte Antigua, Roma.)

31 de octubre de 2009

Un mismo río, un mismo lugar y un tiempo distinto.



Los escenarios de un mismo lugar espacial son tan diferentes con el tiempo... como una vida es tan diferente a otra. Así mismo, en el encuadre de una imagen determinada se buscará entonces a veces el momento más que el lugar, y por eso lo importante no será ya el espacio sino el tiempo... Lejos del tipismo es como se encuentra el alma profunda de las cosas. Es ahora así como se enmarcará la realidad mejor, con esas imágenes diferentes a lo cotidiano. Aunque éstas parezcan ahora más calmosas, sosegadas o casi poéticas... que la misma realidad. O, ¿es que es así también la realidad?

(Fotografías del muelle de ambas orillas del río Guadalquivir a su paso por Sevilla, 2009; Imágenes del mismo lugar hace 100 años; Imagen de un grabado del siglo XVI de Sevilla.)

30 de septiembre de 2009

El daguerrotipo y la fotografía: más de 150 años de historia.



Louis Daguerre (1787-1851) fue un artista francés que no alcanzaría ninguna relevancia en el Arte. Pero, a cambio fue un incansable curioso de la imagen y de su representación en diversos medios. Crearía el Diorama o efecto por el cual una imagen podía visualizarse en profundidad en tres dimensiones. Con ayuda del litógrafo y químico francés Niépce (1765-1833) lograría incluso fijar imágenes en unas placas metálicas sensibles a elementos químicos. Con posterioridad Daguerre lograría, esta vez accidentalmente, que una de esas placas guardada en su armario consiguiese una calidad no obtenida antes. Así descubrió y desarrolló el Daguerrotipo. A partir del año 1838 evolucionaría su industrialización, pero es en la década de 1840 cuando se comienza a utilizar para la obtención de imágenes fotográficas.

Conseguiría con su técnica que el proceso de objetivación (exposición de la luz al objeto) se redujese a 30 minutos, cuando los procedimientos anteriores, más rudimentarios, necesitaban hasta 2 horas para ello. Se fueron disminuyendo los tiempos aún más y el invento se popularizó bastante. Se precisaba que la placa fuese guardada bajo cristal para que el oxígeno del aire no deteriorara el proceso químico del daguerrotipo. Sólo tenía un inconveniente: cada imagen era única, sólo existía el positivo cada vez. Si se quería una copia había que obtenerla de nuevo con todo ese procedimiento tedioso. Esto acabaría con el invento del daguerrotipo para siempre.

(Imagen de daguerrotipo de la fachada principal del Museo del Prado, Madrid, año 1851, del autor español Albiñana. Fotografía actual del Museo del Prado.)

22 de agosto de 2009

Versos de un gran poeta: Antonio Machado.



Y no es verdad, dolor: yo te conozco,
tu eres nostalgia de la vida buena
y soledad de corazón sombrío,
de barco sin naufragio y sin estrella.

Como perro olvidado que no tiene
huella ni olfato y yerra
por los caminos, sin camino, como
el niño que en la noche de una fiesta
se pierde entre el gentío
y el aire polvoriento y las candelas
chispeantes, atónito, y asombra
su corazón de música y de pena;

así voy yo, borracho melancólico,
guitarrista lunático, poeta,
y pobre hombre en sueños,
siempre buscando a Dios entre la niebla.


Fragmento de la obra poética Galerías del gran poeta español Antonio Machado (1875-1939).

(Fotografía del autor: Mañana de niebla sobre Ronda, Málaga, España, 1997.)

9 de agosto de 2009

El mito hispano de Bonaerges.



Hijo del Trueno (Bonaerges) llamaría Jesús de Nazaret a Santiago el Mayor. La Cristiandad en el siglo IX necesitaba de un mito para la Hispania ocupada entonces en gran parte por el Islam. Un rey leonés y un obispo gallego sólo acabaron promoviendo algo que el pueblo deseaba con ardor. La Europa cristiana ayudaría además a cimentar un lugar sagrado y de peregrinaje, un santuario que necesitaría tanto como la España incipiente lo anhelase..., una nación que comenzaría a crearse, poco a poco, a golpe de espada, sangre y fe.

El Camino de Santiago que dirigía a ese enclave hispano situado en los confines del mundo conocido fue un motivo de impulso sagrado para una religión asediada, un hecho que marcaría además la cohesión cultural necesaria de lo que se dió en llamar luego mundo Occidental. Todo sirvió entonces a fin de cuentas... Las huestes castellano-leonesas, catalano-aragonesas, navarras y portuguesas acabarían reconquistando toda la península ibérica y expulsando a los sarracenos invasores al fin. Esa misma península que un día de aquel aciago año 711 se acabaría perdiendo a manos de un emergente poder islámico, un imperio que, sólo cien años antes, habría comenzado ya una hégira -una lucha de conquista- que llegaría a durar desde entonces por más de 1200 años casi.

(Imágenes del apóstol Santiago el Mayor, Catedral de Santiago de Compostela, año 2009, Santiago, Galicia, España).

17 de febrero de 2009

Imágenes con historia...



El Arte y la Historia, dos cosas unidas por el tiempo y la cultura de los pueblos. La imagen y el ángulo de enfoque, dos cosas inseparables, ya que la imagen no es la cosa en sí, es lo que de la cosa vemos en ese ángulo, no en otro. Por lo tanto, hay tantas imágenes de una misma cosa como puntos de vista obtengamos de ella. Aquí vemos unas imágenes históricas de la Sevilla romana y árabe.

(Fotografías del Alcázar sevillano, fortaleza construida por el rey castellano-leonés Pedro I sobre 1350, de estilo múdejar sevillano; Fotografías de la ruinas romanas de la antigua ciudad de Itálica, situada a pocos kilómetros de Sevilla; Fotografía de la almohade Torre del Oro, denominada así por el reflejo dorado de los azulejos situados en su pequeña cúpula superior, así como por haber sido receptora de los primeros tesoros americanos en el siglo XVI, Sevilla, España.)